martes, 4 de mayo de 2010

Una nueva leyenda

Necesitaba una pequeña leyenda para un taller... y al no encontrarla... la inventé ( o la pesqué del cielo de las leyendas, según se mire)

Nakawé y el palo de lluvia

Hacía muchísimo tiempo que no se veía ni una sola nube sobre Nuevo Urecho, una pequeña población de Michoacán, México.
En esta aldea vivía Nakawé, una niña de ocho años, alegre y traviesa. Toda su familia trabajaba en el cultivo de la caña de azúcar.
En ocasiones, cuando regresaba del cole -si no tenía deberes- ayudaba a cortar y apilar las cañas que luego serían transportadas al molino.
Pero hacía mucho tiempo que Nakawé no podía divertirse entre las cañas, ni jugar al escondite con sus hermanos. Sabéis por qué? Porque no crecían, ya que hacía unos cuantos meses que no llovía…

- Cómo es posible? decía su padre. Qué haremos si sigue sin llover? De qué vivirá nuestra familia?

Todo el sustento de la numerosa familia de Nakawé era gracias a las cañas, que luego de recogerlas, eran vendidas a una pequeña empresa azucarera.

- Tendremos que buscar otra cosa, dijo la madre. Necesitamos comer, y los niños ropa y los útiles escolares.

- Esta tierra siempre nos ha dado todo! Qué otra cosa podemos hacer?

- Quizás trabajar en una de esas grandes fábricas de la Capital… dijo el abuelo

- Pero quedan muy lejos… cuándo os veré? Respondió el padre de Nakawé.

Todos quedaron desolados, al pensar en esa posibilidad.
La tierra estaba seca y las cañas no crecían…
Nakawé no quería que su papá se fuera lejos, a trabajar en una de esas fábricas. Quería verlo como cada día al llegar del cole y que la ayudara con los deberes… y que a la noche no estuviera cansado para contarle cuentos.
Nakawé se apresuró a decir a su papá que por qué no plantaban otra cosa, si la caña de azúcar no crecía, y el papá le contó:

- “Desde tiempos inmemoriales, nuestra familia cultivó con mucho esfuerzo y cariño, cañas de azúcar.
Con esto no sólo tuvo trabajo la familia si no también nuestros vecinos y amigos. Nos repartíamos las tareas para llevar el cultivo.
Y luego de la zafra - que así es como se llama a todo el trabajo de la cosecha- celebrábamos una gran fiesta para agradecer lo que la tierra nos brindaba.
Tu tatarabuelo consiguió un modesto contrato con una empresa azucarera, que perdura hasta hoy. La caña de azúcar ha dado mucho a esta familia y no será fácil cambiar nuestra tradición.”
Su papá llamó durante días a varias fábricas de la Capital, para conseguir un trabajo. Finalmente lo aceptaron en una fábrica a dos horas de camino de la casa.
La mañana en que el padre de Nakawé se preparaba para su primer día en la fábrica, Nakawé se despertó pronto. Siguió cada uno de sus pasos sin pronunciar palabra alguna. Estaba muy triste.
El papá la cogío en sus brazos para despedirse, y le dijo que no se preocupara, que todo iría bien. Pero la niña vio en los ojos de su papá, que las cosas no iban nada bien. Cuando éste fue a darle un beso de despedida, Nakawé, se soltó, enfadada, y salió corriendo de su casa internándose entre los cañizales. Se sentó entre ellos y comenzó a llorar.
Cogió un trozo de caña cortada en sus manos y miró a través. Sus lagrimitas saladas entraron por la caña seca y se mezclaron con el azúcar, y casi mágicamente, se convirtieron en gotitas blancas y brillantes, como pequeños cristales.
Nakawé, sorprendida, tapó con su otra mano la caña y la giró. Al realizar este movimiento, pudo escuchar un sonido suave, como un susurro, que le recordaba mucho a… A la lluvia!
Nakawé se incorporó y comenzó a bailar con la caña en sus manos, a compás de ese dulce sonido.
Y al mirar al cielo, vio que se acercaban un par de nubes oscuras. Siguió bailando, contenta, y observando como más nubes se acercaban y poblaban el cielo.
Cuando el manto de nubes estuvo completo, comenzó a llover. Primero unas pocas gotas, y luego más y más! Hasta que la tierra dejó de verse resquebrajada y volvió a oler a tierra húmeda y viva.
Los familiares de Nakawé, al oír sus gritos de alegría, se asomaron por la ventana de la casa. No podían creer lo que estaba sucediendo!
Al día siguiente, las cañas tenían vida y crecían fuertes.
El papá de Nakawé llamó a la fábrica para decir que no iría a trabajar, que seguiría en su campo.
Como habían hecho siempre, la familia, amigos y vecinos, se organizaron para llevar adelante el cultivo.
Después de la zafra, como cada año, hicieron una gran fiesta y esta vez, incluyeron el baile de Nakawé con su palo de lluvia.
Y desde entonces los campesinos azucareros, antes de cada cultivo, con palos de lluvia, llaman al manto de nubes, para que crezcan las cañas de azúcar.